Ya no pienso en ti tanto como antes. No te tengo tan presente. Sé que estás y me acompañas, pero de otra forma.
La primera vez que apareciste en mi vida me pusiste los pies en la tierra. Yo aún residía en el cielo y descendí sin red que me acogiera. El golpe fue duro aunque decisivo. Dolorida y abrumada estimé que lo mejor que podía hacer era esconderme. Apartarme del mundo. Tú me custodiaste durante todo el proceso. Me animabas a estar sólo contigo y nuestros pensamientos. Creamos un espacio íntimo e imperturbable. Nadie osaba entrometerse en nuestras cosas. Éramos sólo tú y yo. Hasta que una mañana te miré a los ojos y entendiste mi mirada. Desconocía que portaras lágrimas y que desaparecieras con ellas. Ignoraba que aceptarte era la única manera de forzar mi rescate. En realidad no sabía nada de ti. Hasta ese día que entendiste mi mirada.
Gracias por haberte presentado en mi vida. Aprendo de ti siempre que regresas a casa. Ya entendí la moraleja.
La vergüenza sólo me mostraba lo que me empeñaba en esconder. Y era tal la determinación y el empeño que ponía en ocultarla que también en muchos casos, deseaba desaparecer. Sólo la tapaba mientras me excluía. Cubría lo que no deseaba que descubrieran los demás, les privaba de esa parte de mi.
Destapa tu vergüenza. Acéptala. Hay veces que sólo quiere recordarte tu humildad. Otras veces te señala lo que tú entiendes cómo tus limitaciones.
¿Por qué no la atiendes?
Creo que sólo hay una cosa que nos debería avergonzar y es dejar de ser, quiénes somos realmente. Un milagro. No te ocultes, el mundo se merece conocerte a ti, no lo que aparentas ser.
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